Diana solía pasar mucho tiempo sentada en la hierba del parque en silencio, con la mirada dirigida hacia lo alto.
Aunque no tenía dificultades para integrarse con otras nenas y era alegre y vivaz, frecuentemente se la encontraba sola, mirando el cielo.
— ¿Qué ves allí arriba, Diana?, preguntó la madre
— Mucho espacio libre, las nubes. Me gustaría estar allí. Algún día iré, sentenció
— ¿Y qué harías en ese lugar ¿ inquirió Susi continuando el fantaseo de la pequeña
— Miraría todos los árboles, las casitas de los duendes, el río, los animalitos. ¡Será hermoso estar ahí! Volar y volar, con todo el espacio para mí, sin molestar a nadie y que ninguno me diga por dónde tengo que ir
Susana se asombró de las palabras de la pequeña, hablando de alguna forma de libertad, autodependencia y, en cierta forma, de moverse sola por el mundo.
— Sí, mi amor, pero no hay escaleras tan largas que lleguen hasta el cielo, acotó como para borrar sus impresiones
— No importa. Yo tendré alas grandes y fuertes y podré volar, no como el tonto del avestruz que tiene las alas grandes pero no le sirven para recorrer el cielo.
Para sacarla de su ensoñación le sugirió unirse a su abuelo que andaba por allí; quizá continuarían hablando de pájaros…
Ignacio había heredado de su padre la pasión por el avistaje de aves. Las reconocía por su silueta en movimiento recortada en el cielo del amanecer y de las últimas luces del día. Las figuras que trazaban en el aire eran para él como un ballet en una gala. No hubo otra tarea que le apasionara más para conectarse con la otra faceta de su vida; su largavistas era esencial en su lugar en este mundo.
—Abuelo, ¿qué estás mirando?
—Unos pájaros
—Quiero ir a verlos más cerca de ellos
El ruego en la vocecita, con la curiosidad propia de sus tres años, se aunó con su pasión.
—Bien, nos acercaremos con mucho cuidado. ¿Caminarás tomada de mi mano sin soltarte, verdad?
Iniciaron el ascenso hacia un monte boscoso ubicado tras un promontorio de rocas. El sol, acompasando el paso de las nubes, doraba, encendía o grisaba las piedras.
Tras el roquerío apareció el bosque aromado de cedros y pinos, encendido de arces cobrizos, cuyas copas recortaban en el cielo ondulante recorrido. Una coreografía de verdes brillantes, azulados, gris pleno en el gran aromo; cortezas blancas o canela entre las de colores castaños, lisas unas, o rugosas otras…El sitio ideal para que habitaran las hadas y duendes de Diana.
Ninguna hoja rumoreaba en la quietud del momento. Sólo, más allá, desde un gran árbol aislado, llegaba el sonido del aleteo de una pareja de águilas. El nido se divisaba con nitidez, debido a su gran tamaño, por lo cual supo Ignacio que sería ya bastante viejo.
De pronto, el hombre percibió cómo a su mano aferrada a la de la niña pasaban las vibraciones convulsivas de la chiquita. Sin que tuviera tiempo para reaccionar, Diana corrió en dirección al gran nido.
Ignacio, presa de del sofoco producido por la desesperación, cruzó el bosque al tiempo que atinó a llamar a la familia. Él no esperaría, correría los riesgos que se presentaren para rescatar a la nena.
Al momento de llegar las otras personas quedaron todos pasmados al ver a Diana introducirse en el hogar de las águilas, mientras la pareja de aves revoloteaba sobre el mismo.
Aquí comienza otra historia: la niña se sintió transportada a otra dimensión, dejó de ser Diana. Desde el fondo calentito del nido, sus ojitos curiosos observaban el cortejo de la pareja, que se elevaba encumbrándose utilizando las corrientes térmicas, los vuelos ondulantes con repetidas caídas en picado y nuevo ascenso en rápido aleteo. Finalizada la danza, la hembra ofreció sus garras al macho con quien había compartido toda su vida, justo encima de su hogar, sin dejar de mirarse ambos a los ojos durante el apareamiento.
Diana sintió convertirse en una masa gelatinosa protegida por un cascarón. La hembra la incubaba y , pasados tres días, puso otro huevo.
Como era de esperar, eclosionó primero el de la nena quien, ni bien nació su hermanastro, lo devoró respondiendo a los dictados de su nueva especie, reproduciendo en cierta forma el complejo de Caín y Abel.
Casi un año se extendió el acompañamiento de sus nuevos padres. Afinó su comportamiento incorporándolo a su memoria, adquiriendo a la vez la capacidad de resolver nuevos problemas, capacidad que muchas veces predomina sobre el instinto; condición esencial pues las águilas vuelan solas, no compiten con otros ejemplares de su especie.
Los fuertes picotazos de sus progenitores le indicaron que había llegado el momento de emprender su vida autónoma. Se elevó alto, muy alto, con todo el cielo para ella. Allí arriba tomó mayor conciencia de la agudeza de su vista, con dos puntos focales: uno para mirar hacia el frente y el otro, hacia los costados escudriñando la distancia para descubrir su objetivo y lanzarse hasta alcanzarlo.
Allá abajo, un bosque, mamíferos que satisfarían su apetito y el hilo de plata en donde abrevarían antes de que ella los capturara con sus garras poderosas y los casi tres metros de envergadura de sus alas le facilitara llevarlos al lugar indicado para devorarlos.
Las tormentas no la amedrentaban, utilizaba las ráfagas de viento tempestuoso y planeando se elevaba sobre la misma superando los peligros que representan los vientos y la lluvia.
Un día, un macho había desplegado su plumaje ante ella, le había ofrecido alimento, danzó para su solaz. Supo entonces Diana que la otra parte de la historia, la de la perpetuación de la especie, había dado comienzo. Buscaron un árbol frondoso, alejado del bosque. Sostenido de la horquilla más fuerte comenzaron a construir el nido que sería su hogar, el que iría creciendo con el pasar de los años. También realizaron el vuelo nupcial y mirándose a los ojos se entregaron el uno al otro para toda su existencia.
Como a todos los ejemplares de su especie, les llegó el momento de renovar su pico, garras y plumas para poder continuar su vida. Un proceso doloroso, que llevaron a cabo en soledad y les insumió cinco meses pero les aseguró otros treinta o cuarenta años de vida.
Al igual que las águilas, los seres humanos muchas veces necesitan resguardarse por algún tiempo y comenzar un proceso de renovación, desprendiéndose de costumbres y otras ataduras del pasado que impiden el desarrollo, ya que sólo libres del peso del pasado se puede aprovechar el valioso resultado de una renovación.
Diana también picoteó con fuerza a sus polluelos para que emprendan su propia vida. Otra enseñanza valiosa: el reconocimiento de los hijos como individuos y no como prolongaciones de los progenitores.
Ignacio falleció de tristeza al poco tiempo del episodio. Susana comprendió y respetó las palabras de su hijita; supo que de esa manera lograría su objetivo.