Huérfano de madre desde los dos años, Lucio era inseparable de su padre. El traqueteo de las ruedas del tren sobre los rieles fue su canción de cuna y la melodía hogareña que acompañó su crecimiento.
Las reuniones en La Fraternidad formaban parte de su rutina, igual que el trayecto por el metálico andarivel, llevando piedra y otros materiales en una formación de ochenta vagones de una localidad a otra o el cambio de vías a la altura de la avenida Colón.
Tenía tan incorporadas esas actividades que no se las cuestionó sino hasta haber cumplido los veintidós años. Quería otro futuro para él.
Como burla del destino, comenzó a trabajar como chofer en ómnibus de larga distancia, ahí no más, pegadita la terminal a la estación ferroviaria. Impecable camisa celeste, pantalón y corbata azules, una palabra siempre atenta para los pasajeros, inició a rodar por la ruta entre Olavarría y Buenos Aires. Pocas veces lo enviaban a otros destinos; habitualmente finalizaba su recorrido en su ciudad natal para el descanso, quizá por cuestión del costo de los viáticos.
Sentía un placer que lo embriagaba al pasar con la unidad, al entrar o salir de la ciudad, frente a una casa antigua, ubicada sobre avenida Pringles, cerca de la Colón. Su sueño era comprarla para que fuera su refugio, su “bunker”.
— Nene, ¿una casa tan vieja vas a querer? De sólo pensar en las refacciones debería darte escalofríos. Así comentaba su compañero de viaje antes de acomodarse para dormir hasta Las Flores, donde debía tomar el volante.
A veces hablaban de mujeres, de las que tenían como compañeras de paso por una u otra localidad; de algunos críos que veían de vez en cuando porque ser chofer de larga distancia implica estar casi siempre rodando y con suerte, dormir alguna noche en algún hotelucho o con esa mujer que aceptaba con naturalidad la ocasional visita. Varios tenían esposa e hijos legitimados a quienes también veían entre pasada y pasada y en el fondo, muy en el fondo de su celo, les cabía la duda de su paternidad.
Antes de cumplir los cuarenta años, Lucio volvió sentir con fuerza esa sensación de insatisfacción y vacío que no compartían sus compañeros de trabajo, conformes con su ir y volver; era lo que habían elegido o lo que la suerte laboral les había puesto por delante y no cuestionaban. Tampoco se preguntaban si eran felices; lo hacían y nada más.
El panorama de los viajes se abrió ante Lucio como un abanico multicolor cuando entró a trabajar en una empresa de trasporte de cargas variadas, con camiones. La sede central estaba en Buenos Aires, en Lanús. En su recorrido hasta allí desviaba su atención ante cada casa antigua; parecían llamarlo.
Era otra vida, aunque siempre sobre ruedas. No conocía otro tipo de actividades. De hierro o de caucho, sus vivencias ocurrían a cien centímetros del suelo. Lo enviaban a distintos lugares del país; así supo de calores sofocantes o transitar por la nieve con las cubiertas encadenadas.
Sus ojos nunca dejaron de detectar y detenerse en añejas viviendas. En esos momentos, sentía que el vello de todo su cuerpo se erguía formando matorrales, como finas raíces enmarañadas. Una sensación inexplicable que no dejaba de ocurrir.
Un día decidió bajarse de las ruedas y comenzar a desplazarse con sus propios pies; le costaba hacerlo, fuera por la falta de costumbre o porque sus pies se habían vuelto nudosos por la artritis o vaya a saber qué.
Lo primero que buscó con el corazón apretado por la ilusión y el bolsillo abultado por el dinero reunido para comprarla, fue la casa de la avenida Pringles, casi Colón. La vivienda lucía ahora un aspecto exterior impecable. Un cartel anunciaba que allí funcionaba un hogar de descanso para ancianos. Repasó su historia personal: su padre había fallecido siendo maquinista; La Estrella y Plusmar tenían choferes con rostro apergaminado, la sonrisa parecía atada con un hilo para que no decayera ante los pasajeros y los ojos como hendiduras que habían dejado de apreciar la diferencia entre un día soleado, uno nublado, otro tormentoso, la noche, el día. Sus compañeros camioneros sufrían tan fuertes dolores a la altura de los riñones que les hacían maldecir cada viaje, protestaban furiosos por los tiempos muertos esperando ser cargados o descargados.
Se preguntó si con sus sesenta y cinco años era tan anciano como habitar en ese hogar de reposo o si le quedaba resto como para hacer suya esa casa de alguna manera.
Durante varios días la miró desde la vereda. Una noche saltó la reja y se dejó caer en el jardín que antecedía la entrada a la vivienda. Se acercó al cartel adosado a la pared izquierda; lo acarició y con sus brazos extendidos en cruz asió cada extremo. Todos los vellos de su cuerpo se erizaron formando matorrales como finas raíces enmarañadas.
La primera luz del sol acarició la nueva enredadera llena de botones florales que adherida a la pared, enmarcaba el cartel.
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