
Tic tac. Tic…tac… Tic…
Cayeron los párpados con lentitud, como negándose a hacerlo. Un rumor confuso dentro del cerebro daba órdenes contradictorias: abrirlos y seguir; cerrarlos y entregarse.
Tic… tac…
De una cara estaba lo bullente, lo vertiginoso, lo apasionante de la vida; detrás, la entrega inerme.
—¡Abrí los ojos! ¡No te vayas, volvé!
Doris escuchaba la voz del médico que la urgía a levantar los párpados. Las imágenes danzaban alocadas,pasaban raudas ante sus ojos semiabiertos: las caricias de su padre, el nacimiento de sus hijos,…
Tic tac. Tic tac.
—¡Vamos, Doris! Un esfuerzo más
Las imágenes rodaban, se atropellaban; las había luminosas, descoloridas; lágrimas, lágrimas, muchas lágrimas. Otras se rebelaban a concretarse en forma y color. La mujer pasaba revista a su vida. Suspiró.
—Está volviendo; esperemos.
Tic tac. Tic tac.
Segundos que valían por la eternidad. Un instante. Una mínima fracción de segundo para decidir si alzaba los párpados o no.
Tic tac. Tic tac. Tic tac. Tic... tac...Tic...
El médico, que no despegaba sus ojos de los de ella ni sus manos prestas a la resucitación cardiopulmonar, vio de pronto sólo la esclerótica ocupar las cuencas oculares. Ni un estertor ni un suspiro ni la exhalación final. Doris se fue llevándose todo consigo.
Juan arrojó el reloj por la ventana del departamento. En su incredulidad e impotencia pateó muebles, puertas y paredes. No gritó, ni siquiera habló. La muerte de Doris lo dejaba perplejo y desairado a la vez. Morirse así, en unos minutos, sin que mediara circunstancia previa…Al fin ¿quién se creía que era? Irse al otro mundo sin haber pensado en él.
Que se ocuparan los hijos de los trámites del sepelio, que la sepultaran donde quisieran o la cremaran pero ni de sus cenizas se ocuparía. Dejarlo así… No era justo. ¿Quién se ocuparía de sus menesteres ahora? Así…tan repentinamente.
Salió del departamento, ante la mirada de los demás, sin pronunciar palabra. Que lo miraran, nomás. Caminó sin rumbo. La tarde estaba linda, serena. Por un instante creyó ver que Doris se le acercaba; la rechazó con el pensamiento. Él haría su vida.
Los hijos la sepultaron. Lloraron más pensando en todos los disgustos que había pasado su madre que por su muerte. Al fin, para ella había sido una liberación. La historia había sido demasiado cruda; había puesto el punto final con su deceso. Ellos estaban tranquilos a pesar de su ausencia inexorable; de todos modos, no habría regreso para segundo intento.
Ninguno quiso buscar a su padre. Andaría por ahí, cerca, lejos, no querían saberlo. Hombre bueno pero déspota. No querían convertirse en sus nuevas víctimas. Por el momento dejarían las relaciones parentales en ese estado; luego verían.
Juan retomó de inmediato su trabajo, su rutina de vida. Apenas agradecía las condolencias por mera cortesía y de inmediato cambiaba el tema. Doris era pasado. Doris era inexistente, no podía dedicarle ni un segundo de su presente. Ella lo había dejado, había decidido morirse en lugar de acompañarlo, sostenerlo en la concreción de sus proyectos. No existía. Él atendía su presente, su camino trazado. Llegó a olvidar que había estado casado. Al fin, “nadie se muere de soledad”, afirmaba.
Pasaba el tiempo e iba deglutiendo todas las circunstancias que le vida le ofrecía, siempre solo. Se las apañaba. No se lo veía con nadie, convencido como estaba de que jamás sería comprendido.
Tic tac. Tic…tac… Tic…
Cuando Juan no pudo levantar más los párpados, nadie se enteró.