martes, 10 de mayo de 2011

BIOGRAFÍA APÓCRIFA


“A mí, tan luego…” que me nutre la convicción de que todos los habitantes de este mundo permaneceremos sólo mientras nos mantenga un sueño, me comentaron acerca de aquel chiquillo - sentado a lo lejos, solo con su perro – está siempre gesticulando como si estuviera interpretando melodías en una guitarra.
Su cabellera desgreñada, de color posiblemente oscuro pero indescifrable, enmarca su rostro. Rostro que va perdiendo la sus formas redondeadas, de niño, dando paso a los primeros ángulos en los pómulos y en los maxilares del adolescente.
Ojos oscuros, de tupidas pestañas, bailan debajo de las cejas bien delineadas cuyo color pardo no parece haber sido afectado por el sol, el polvo y la falta de un trozo de jabón blanco como sí hacía presuponer el cabello. Dos líneas verticales en el entrecejo, no por enojo o preocupación sino la perpetua sensación de estar oyendo, concentrado, los acordes que en su ensoñación arrancaba a una imaginaria guitarra.
Su figura menuda recostada sobre el tronco del árbol, lleva ropas de origen incierto: de algún posible hermano o quizá ofrecida por esos tantos seres caritativos a su personalidad apacible, que a nadie molesta y a todos deja abre un interrogante con su imaginaria guitarra que hace sonar en aquel apartado rincón.
Manolito era uno de esos habitantes que dan colorido a un pueblo. Nadie desconocía al chiquillo que tarde a tarde soñaba melodías. No se le conocía familia, era algo así como propiedad colectiva, parte del paisaje.
Bienhadado el día en que la ternura que generaban su desamparo y su música interior hizo que le regalaran una guitarra.
Feliz con sus dos instrumentos, Manuel hacía volar la mirada de la nueva adquisición a sus manos adiestradas para la otra. Una duda se marcó en su entrecejo: ¿sonarían igual, sería la nueva tan dócil como la otra? Probó con algunos acordes. Sonaba bien. Intentó con una melodía más compleja; las notas atascadas en las cuerdas, desvirtuándose.
- Falla, dijo el músico
El desconcierto se dibujó en el rostro de quienes se la habían regalado, pero no en del jovencito. Le ofrecieron hacerla afinar por un profesional; no quiso. Acotó:
- Si entrené a una para diga lo que yo quiero, puedo entrenar a otra para que diga lo que yo quiero, lo que a mí me brota del corazón, de la mente y pasa a mis manos. Eso nadie lo puede saber más que yo.
Regresó a su apartado viejo tronco, pensando melodías con su vieja guitarra y adiestrando a la nueva para que las reprodujera tal cual las oía en su interior. Cada tanto alguien le preguntaba si la guitarra seguía fallando
- Falla… mi manera, respondía.
Manolito se hizo hombre con sus guitarras a cuestas. ¿Fallaba? ¡No!! Al fin lo comprendió: sus creaciones necesitaban de más instrumentos para que fueran fieles a sus imágenes mentales.
Como un río desmadrado, sus inspiraciones tomaron cuerpo y nombre. “El amor brujo”, “La vida breve”, “El sombrero de Tres Picos”, “Los amores de Inés” fueron interpretadas por pequeñas orquestas. Las notas de “Mazurka”; “Vals nocturno”, “Serenata andaluza”, “Capricho” emergieron de otros instrumentos.
La guitarra que hacía tanto tiempo recibiera Manuel no fallaba… O sí, “fallaba”: recostado sobre el mismo tronco que lo contuvo de pequeño allá en Alta Gracia, se durmió para siempre don Manuel de Falla


Abril de 2011
Basado en el cuento “El pequeño rey zaparrastroso” de Eduardo Galeano

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