
Levanto el hocico librando mi nariz a los cuatro vientos…¡ otra vez olfateo el miedo la mujer y de los chicos!
Lo pelos de mi cruz se acomodan enhiestos; cada vez se expande más mi pelambre. Cede por momentos y vuelve a erguirse ante el gemido angustioso, el llanto dolorido que está fuera de la casa, junto a la venta.
Los perros vemos cosas que los humanos no alcanzan a percibir. Veo al patrón, el marido muerto de la mujer, cuando pasea un poco por la casa mirando con una sonrisa tierna a los chicos; ella ni se mueve, duerme tranquila, no sabe que está por ahí. Yo sí lo veo aparecer de la nada y volver a diluirse. Me pongo inquieto aunque enseguida se me pasa ahora que soy viejo. Antes, no; cuando era cachorro alborotaba bastante cuando aparecía. Él fue quien me dejó entrar y quedarme en esta casa.
Antes era “de la calle”. Entonces veía a la llorona y le conocía todos los movimientos. Una masa brumosa le daba paso a la luz de la luna de medianoche; con su manto entre vaporoso y luminoso recorría las calles emitiendo tristes y prolongadísimos gemidos, lo que hacía suponer una honda pena moral o un tremendo dolor físico.
Las hipótesis acerca de esa aparición venían repitiéndose desde antaño: me decían mis congéneres caninos que les habían contado que quizá era el alma en pena de una joven que había abortado o de una mujer a quien le habían arrebatado el hijo; también que podría ser que veniera a llorar a sus hijos huérfanos… Como fuere, su sino era vagar eternamente por la Tierra llorando su angustia.
En esos tiempos, la veía dar pasos lentos por silenciosas calles solitarias, detenerse en algunas ventanas, levantar la cabeza al cielo y gemir con tanto desconsuelo llamando al niño. Otros perros más viejos entonces me habían contado que hacía muchísimos años hasta los hombres más valientes quedaban mudos, pálidos y fríos tras ella; la seguían con la vista hasta verla desaparecer dentro de la bruma tras un último penetrante, agudo y prolongado gemido, con la cabeza dirigida al oriente.
Fueran una o miles las mujeres sufrientes por un hijo las plasmadas en la llorona, se repetía el rito ancestral.
Ya no ladro más; les dejo ese afán a los cachorros. Ellos tienen aún muchas cosas que conocer e incorporar a su perruna memoria.
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