martes, 21 de junio de 2011

MAR




Necesitaba repetir ese paseo. Embarqué nuevamente en el “Leonardo da Vinci”; reiteré cada paso hasta la proa y me ubiqué en el mismo lugar.
Ronronearon los motores del catamarán; con movimientos suaves y certeros salió del atracadero y se ubicó mar adentro, paralelo a la costa. El guía nos dio la bienvenida y comenzó su guión explicativo.
Hacia la derecha, el azul inquieto del mar destellaba como espejo corcoveante. Mis ojos no se apartaban del agua. No me interesaba la ciudad vista desde allí; me eran indiferentes sus barrancos tapizados de verde y manchones multicolores.

El mar. El mar me absorbía, me hablaba con sus olas que el viento arreaba en tropel. La quilla del buque las hendía desafiante y ellas le respondían con un estallido salvaje asperjando con su cresta altiva la cubierta. Nuevamente pude atrapar gotas salobres en la boca, repitiendo el rito de comunión. Mis compañeros de viaje festejaban con gritos y risas nerviosas la forzada danza a la que el mar nos sometía.
Pasada la ráfaga, el cabeceo furioso de la nave se trocaba en balanceo expectante, a la espera de una nueva acometida. Las aguas pasaban del verde al pardo, ondulaban, caracoleaban y henchían el lomo amenazantes. El rumor en sordina y el fragor de las olas rompiendo se sucedían con demasiada rapidez. Permanecer en aguas abiertas ya resultaba peligroso.

El atracadero acogió impasible al buque en su lecho líquido, oscuro y hediondo.
Desembarqué sin prisa y me quedé en la escollera. Necesitaba estar muy cerca del mar; no en la playa a donde llega adelgazado en un arrullo; no lo requería en el silencio sino en su estruendo al estrellarse contras rocas pardas y esparcirse en miríadas de gotas de cristal…Allí es donde recupero la tranquilidad, la libertad y la fortaleza.

En la escollera, que es la solución de continuidad entre lo plano, lo previsto, cotidiano, rutinario que representa para mí la playa: la vida de siempre, la ya vivida. En la escollera. No en mar abierto que no deja más que cielo abierto, abismo de luz, donde no hay de dónde asirse y entorpece la experiencia del pensar.
La escollera. El punto de quiebre donde quiero inaugurar la mujer nueva, la que aplasta como a valvas de caracoles los silencios obligados, los gritos ahogados; la que quiere redimirse del sufrimiento de la violencia simbólica y de la otra, esa que denigra y desintegra la identidad, la propia imagen.

A golpe de agua se lavarán se lavarán el miedo y la indefensión que a mis siete años me humillaron en la pedofilia. Las olas me cantarán las rondas infantiles que nunca escuché. A golpe de agua azotada por el viento se borrarán las huellas de ese hombre que no supo ser mi compañero y me dejó vacía de ilusiones, de deseos, de sueños.
El viento salobre llenará de dulces baladas mis oídos, limpiará mi rostro con dedos amantes y amables, me abrazará para contener mis angustias.

No me muevo de la escollera; no lo haré hasta que las últimas briznas de mi pasado haya sido devorada por los peces. Aquí quiero inaugurar la mujer nueva.
Entonces se calmarán las aguas. Entonces sí me iré caminando muy despacio, no sé si orillando la playa o mar adentro.

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